domingo, 17 de junio de 2007

La Muñeca.


Todo el mundo dice: Yo tal cosa, yo tal otra, salvo yo que preferiría no ser
yo. Soy adivina. Sospecho a veces que no adivino el porvenir, sino que lo
provoco. En Las Ortigas comencé mi aprendizaje. Tengo un consultorio en La
Magdalena. Nubes de polvo, la policía, mis clientes me asedian.
De acuerdo con la pericia de los médicos, mis documentos de identidad
consignan que tengo veintinueve años. Mi madre murió el día de mi nacimiento,
así me lo aseguran. Me dijeron, lo que prefiero ahora recordar, que alguien me
recogió una noche de enero, en los potreros de Las Ortigas. A lo largo de mi
vida, los informes que me dieron sobre mi nacimiento fueron dispares. No tengo
motivos para creer en unos más que en otros. Sin embargo, prefiero imaginar mi
nacimiento en esos potreros, donde hay una laguna con sauces, y no en la
entrada del galpón, con techo de zinc, donde almacenan maíz y lana. La laguna
tiene muchos pájaros y un lecho de arena blanca; los sauces proyectan sombras
temblorosas, que buscan las majadas y algunos caballos parecidos a Eriberto
Soto. El galpón está lleno de gatos y de pieles de ovejas. De noche los gatos
ululan y saltan sobre la balanza. Hay pulgas, muchas pulgas, y hormigas
coloradas.
En alguna versión de mi nacimiento, mi madre era polaca y vestía un traje
nuevo, y calzaba un par de zapatos de charol negro; en otra versión, era italiana
y llevaba un vestido raído y un atado de leña; en otra, era simplemente una
colegiala que llevaba debajo del brazo un cuaderno y dos libros (uno de
geografía y otro de historia); en otra, era una gitana mugrienta, que llevaba en
un bolsillo de su falda roja barajas españolas y monedas de oro. No faltó quien
me regalara una fotografía apócrifa de mi madre. Esta imagen exaltó por un
tiempo mi sentimiento filial. Coloqué la fotografía sobre la cabecera de mi cama
y le dediqué durante muchos días oraciones. Después supe que la fotografía era
la de una actriz de cinematógrafo y que alguien la había recortado de una vieja
revista para alegrarme o para mortificarme. La conservo con un ramo de flores
viejas.
Durante toda mi infancia, que me pareció muy larga, la gente para
entretenerme solía contarme la historia de mi nacimiento. La señorita Domicia
amenizaba su relato con dibujos de copas y de casas en un cuaderno
cuadriculado. En el momento en que se quitaba los lentes, para limpiarlos con un
pañuelo blanco, invariablemente me hablaba de la laguna donde se agrupan los
sauces y los pájaros que pueblan las madrugadas. Mis párpados, por donde
entraba el sueño, se cerraban. La señorita Domicia era metódica. Durante los
dos años que conviví con ella, antes que sobreviniera la riña, que luego relataré,
entraba y salía a las mismas horas de mi cuarto. Me contaba con las mismas
palabras el mismo cuento. Llevaba en su cintura un manojo de llaves, que me
fascinaba. Su pelo oscuro era seco, liso y largo; lo llevaba siempre trenzado y
colocado en roscas, de cada lado de la cabeza. La señorita Domicia era una
suerte de ama de llaves, aborrecida por la servidumbre. Durante su estadía, la
casa estuvo fresca, limpia, ordenada; así lo aseguraba el señor Ildefonso, que la
temía un poco. Los juegos de sábanas con vainillas, según sus apreciaciones, no
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estaban mezclados, como en otras épocas, con los manteles bordados y las
servilletas. Los cubrecamas no estaban rotos ni manchados con café o con
hierro. La señorita Domicia era el ángel guardián de las alacenas, de la
despensa. Con tintineo de llaves abría las enormes puertas de los muebles donde
almacenaban jabón, conservas, vinos, frutas secas, té, café, galletitas, dulces;
donde guardaban la ropa blanca cubierta de encajes, de bordados y de vainillas.
La señorita Domicia no me quería: me lavaba las manos en agua hirviendo;
me ponía las medias torciendo mis dedos; me pasaba un pañuelo, aplastando mi
nariz, hasta hacer saltar mis lágrimas. Si la menciono, en primer término, es
porque descubrió mi don de adivinación. Recuerdo, como si fuera hoy, un día
lluvioso de enero. No nos permitían salir al patio techado, para jugar. Detrás de
los vidrios de la sala, mirábamos los follajes de los árboles movidos por el viento.
Súbitamente, en medio de mis juegos, anuncié la llegada del ingeniero
Kaminsky.
El señor Kaminsky había visitado una sola vez la estancia. Su nombre y su
estatura me habían impresionado vivamente. Con minuciosas mímicas describí
su llegada, que tuvo lugar unas horas después. La señorita Domicia, con sus
manos duras y secas, levantó el pelo húmedo de mi frente, con sus ojos de
araña miró mis ojos, y me dijo: "Bandida, serás una bruja". ¿Qué quería decir
"bruja"?. Presentí que me decía algo horrible. Bruscamente aparté sus manos de
mi frente. Insistió en peinarme y yo en evitar a manotones y chillidos, el
contacto de sus manos. ¿Cuánto tiempo duró la riña?. No sé. Me pareció que
ocupaba, que ocuparía toda mi vida. Concluimos encerradas en el cuarto de
baño. Me había lastimado. La señorita Domicia mojó mi cabeza y mis párpados
con agua fría, me puso en penitencia. Juró que no volvería a tocarme, promesa
que cumplió.
La vieja de Las Rosas —así la llamaban a Lucía Almeira porque vivía en el
puesto de Las Rosas— me recogió, según me aseguraron, noche de mi
nacimiento y me guardó en su casa hasta que cumplí, tres años. Tal vez
confunda mis recuerdos con los cuentos que tuve que oír. No lo sé. Un cuarto
con piso de tierra, un perro ovejero y cinco gallinas con pollitos se hospedaban
conmigo en la casa de Lucía Almeira.
Lucía era delgada, arrugada y morena. Nunca la vi sentada. Siempre se
movía de un lado a otro de la habitación. Era tan pobre que sus zapatos no
tenían suelas. ¿Por qué me recogió?. ¿Con qué me alimentó?. Nunca se supo.
Algunas personas dijeron que tenía el proyecto de criarme para hacerme trabajar
en el circo del pueblo; otras dijeron que amaba con locura a los niños y que al
recogerme realizaba uno de sus sueños. En sus manos, arrugadas y negras,
recuerdo los trocitos de pan que me daba, recuerdo también la estera que
bajaba sobre la abertura de la ventana para hacerme dormir y la chatura de su
pecho donde oía latir su corazón.
Aquellos días silenciosos en que mi memoria vislumbra apenas algunos
ínfimos detalles del mundo que me circunda, Lucía Almeira me cuidaba
celosamente; todas las referencias coinciden con este hecho. Me llevaba a la
casa de los Rivas, tres veces por semana, cuando iba lavar. Mientras ella lavaba,
yo me entretenía con viejos trapos rotos, con piñas, con gatos (hasta que uno de
ellos me arañó desagradablemente). Jugando con los niños de la casa, aprendí a
caminar. Se acostumbraron tanto a verme que al anochecer, cuando Lucía se
despedía y me cargaba es sus brazos para llevarme, algunos de ellos lloraban.
Lucía Almeira consintió en dejarme pasar una noche, la noche de Navidad,
en la casa de los Rivas. Volvió a dejarme en otras oportunidades, cuando los
niños de la estancia se lo pedían. Poco a poco se acostumbró a aquello que
parecía imposible, a separarse de mí. Tal vez la enfermedad que más tarde iba a
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causar su muerte, estaba debilitándola hasta el punto de quitarle el deseo de
guardarme y de cuidarme como a una hija. Tal vez el entusiasmo de Esperanza
por mí, despertó sus celos. En una oportunidad, no volvió a buscarme. Después
de un conciliábulo prolongado, el señor Ildefonso la convenció de que era mejor
que me dejara para siempre en la estancia.
A Esperanza le gustaba mi compañía. El señor Ildefonso pensó que mi
estadía en la casa haría olvidar a su hija el perro cachorro del cual no se
separaba. En lugar de jugar con el perro, Esperanza jugaría conmigo.
Esperanza olvidó al perro y yo olvidé a Lucía.
No recuerdo cuándo llegué a esa casa amarilla. La conozco desde siempre.
Esperanza me mostró sus rincones más secretos: el altillo y el cuarto de las
ratas, como llamábamos a una suerte de celda oscura, donde apilaban las
botellas y las bolsas vacías. La casa tenía un patio cerrado y un aljibe, un
corredor con baldosas azules y una puerta de entrada ojival, con vidrios de
diseños blancos, como de encaje. Los árboles que la rodeaban, casi todos
eucaliptos y casuarinas, eran muy altos y muy enmarañados.
Esperanza y yo teníamos la misma estatura, la misma edad. Cuando
corríamos carreras siempre me ganaba porque lograba hacer alguna rapidísima
trampa; cuando nos trepábamos a los árboles sostenía que la rama final de mi
ascensión estaba muy por debajo de la de ella, aunque la mía se encontrara
mucho más arriba.
Los brazos de Esperanza estaban cubiertos de pecas. Ella era rápida y
alegre; cuando gritaba se le marcaban las venas del cuello y se ponía muy
colorada. Le gustaba arañar. Las marcas de sus uñas quedaban por muchos días
grabadas en la piel con trazos violetas. Muchas veces pensé que pertenecía a la
familia de los felinos y que por ese motivo su perro preferido, al verse libre de
ella, se alegró tanto. Nunca pude quererla. Me gustaban los varones y, por
brutos y antipáticos que fueran, me parecían superiores a las mujeres.
Mi dormitorio estaba situado en el ala de la casa que miraba al frente.
Dormía con una niñera que me despertaba para preguntarme si había rezado el
Padre Nuestro, si tenía miedo, si dormía. Sólo de noche me cuidaba.
Frente a mi puerta, separados por el patio, estaba la pieza de los varones,
que antes de ir a acostarse, para asustarnos, golpeaban el vidrio de nuestras
ventanas e imitaban el grito de las lechuzas. Muchas veces lloré de miedo,
mientras Elsa, la niñera, frente al espejo, se untaba la cara con crema y enrulaba
su pelo en papelitos. Muchas veces ahogué mi llanto en la almohada mientras la
veía cerrar los postigos, después de haberlos entreabierto un poco para mirar
afuera.
Para mí, las noches de tormenta eran las únicas noches tranquilas. Me
parecía que la casa, como el Arca de Noé, flotaba sobre el agua y que nadie
vendría a perturbar el sueño de su tripulación, formada de hombres malos y de
animales buenos. Había perdonado al gato su arañazo, pero no perdonaba a
Esperanza ni a la señorita Domicia sus tortuosas maldades.
Desde aquel día en que había anunciado la llegada del señor Kaminsky,
algunas personas me trataron con más respeto. Comencé muy pronto a
pronosticar el tiempo, a anunciar desde temprano si llagarían o no llegarían
cartas, si los conejos morirían. El señor Ildefonso un día que salió para la feria
me preguntó si los novillos se venderían bien. Contesté sin vacilar lo que probó
después ser la verdad.
El señor Ildefonso era corpulento, tenía el pelo muy negro y abultado, sus
ojos verdes brillaban con una extraordinaria vivacidad; usaba un sombrero de
paja rojizo, con la copa perforada de agujeritos; sujetaba este sombrero debajo
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del mentón, con una tira de cuero sobado. Hablaba con énfasis, pronunciando
como una amenaza las sílabas finales de cada palabra. Llevaba siempre un
pañuelo anudado al cuello, y un alfiler de corbata, con una perlita engarzada en
oro. Todo en su persona indicaba que era ordenado, pulcro y dominante. Muchas
veces oí hablar de él en términos respetuosos; mucho más respetuosos que los
que oí a propósito de su mujer, Celina, cuyos actos de caridad mal distribuida le
granjearon ciertos resentimientos, inolvidables entre la gente del lugar. La
señora Celina era lejana para mí, como un retrato. Su salud precaria la obligaba
a levantarse tarde, a salir fugazmente, con sombrillas, a dormir largas siestas y
a acostarse temprano. Vestida siempre de blanco, con faldas largas, parecía muy
alta. A veces cubría la parte superior de su cara con un velo azul; esos días, su
boca, cuya sonrisa era dulce, ocupaba toda mi atención. La señora Celina me
permitía aproximarme a ella sin temor. Siempre llevaba puestos guantes grises y
sólo se los sacaba para cerrar la sombrilla. Después de cerrar la sombrilla,
enderezaba entre sus dedos la piedra azul de su anillo y pasaba sus manos
desnudas por su frente, como si las manos y la frente no fueran de ella. Besaba
distraídamente uno por uno a sus hijos, a mí entre ellos, no sin repugnancia.
Horacio, que era siempre el último, recibía el beso más largo, más silencioso.
Nunca supe si esa demora era intencionalmente dirigida a Horacio o si formaba
parte de la distracción que volvía mecánicamente del último beso a un beso más
largo. Yo siempre observaba, paralizada, aquel beso, cuyo ademán quedó tan
grabado en mi memoria. Me parecía que una voluptuosidad secreta organizaba
siempre ese momento: era la mañana con sol y frutas, era la salida de la noche
con pasto cubierto de rocío.
Celina Rosas encarnaba para mí todos los dones de la dulzura y del
refinamiento. Su cuarto, con las persianas casi siempre cerradas, era una suerte
de altar vedado para el resto de los mortales. Yo solía entrever, al pasar frente a
la puerta a veces entreabierta de su cuarto, los cortinados floreados y la cama de
bronce, misteriosa, donde dormía. Me parecía que su vida no estaba en contacto
con las otras.
Esperanza y yo comíamos en la antecocina; Juan Alberto, Luis y Horacio
comían en el comedor. Después de las comidas, mientras servían el café,
jugábamos en el patio a los vigilantes y ladrones, al Martín Pescador y a las
esquinitas.
En una de sus lánguidas sobremesas, en que el señor lldefonso fumaba su
cigarro y la señora Celina distraídamente miraba la ventana, con la mano
apoyada en una de sus mejillas, una escena me reveló la falsedad de la calma
que reinaba en esa casa.
La ausencia de la señora Celina no parecía entristecer a Horacio. Me
asombraba que aquellos largos besos matinales y nocturnos no hubieran dejado
más nostalgia en su corazón. Horacio, con un cuchillito y con su perro Dardo,
solía emprender excursiones por las mañanas. Apenas me miraba, y si lo hacía,
era para exigirme o para reprocharme algo. Su actitud en cierto modo parecida a
la de Juan Alberto y a la de Esperanza, no me ofendía tanto. Yo lo admiraba.
Después de muchos subterfugios conseguí vestirme de un modo que me trajo
suerte. La vestimenta consistía sólo en una bombacha, una camisa de lino y unas
botas de goma, que me habían regalado. Aproveché un día de carnaval, en que
nos disfrazamos, para adoptar esa vestimenta de varón, más conspicua que la de
Esperanza, que usaba una jardinera. Horacio empezó a tratarme como a un
amigo. Tratarme como a un amigo era, a veces, maltratarme mucho. A menudo
me invitaba a salir a caballo. Cuando le venían ganas de orinar, lo hacía delante
de mí, sin esconderse, mientras mirábamos los caminitos de hormigas. Teníamos
diálogos que no nos hubiéramos atrevido a tener delante de otras personas. Dos
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o tres veces nos bañamos en el tanque australiano, sin que nadie lo supiera.
Para parecer más viril yo me desvestía hasta la cintura. A la hora de la siesta me
escapaba a su dormitorio para contarle, a él y a sus hermanos, las
conversaciones que había oído en la cocina y para describirles las cosas que
hacía Elsa de noche, frente al espejo, antes de acostarse. Nunca pensé que
aquella intimidad con Horacio pudiera costarme tan cara.
Juan Alberto decía que los perros eran como las personas; en cuanto uno de
ellos estaba maltrecho, todos los otros se precipitaban sobre él para ultimarlo.
Luis decía que los perros eran mucho mejor que los hombres; que los hombres
eran como los monos, que se imitan los unos a los otros. Horacio decía que a
cada hombre le corresponde parecerse a un animal, o que a cada animal le
corresponde parecerse a un hombre y que era ridículo comparar los monos con
los perros. La señorita Domicia parecía un camello; Elsa parecía un conejo; el
señor Ildefonso, de perfil, un búfalo; el ingeniero Kaminsky, un burro. Esperanza
se indignó, y después de algunas protestas en favor de sus padres dijo que los
hombres se parecían todos a las lechuzas, porque chistaban de noche a la gente,
para que se callara. Yo dije lo único que se me ocurrió: que los hombres se
parecían a las chicharras y no supe decir por qué. Luego, cuando nadie me oyó,
en medio de la gritería, dije que se parecían a las chicharras porque hacían
mucho ruido.
El tedio que sentía frente a Esperanza prolongaba el tiempo. Muchas veces
creía que estaba a punto de desmayarme, cuando Mademoiselle Gabrielle nos
llevaba a su lugar predilecto, bajo los árboles, a darnos clase. Allí, en las
sombras de un tilo, abría una bolsa tejida y sacaba, entre ovillos de lana, tiras de
género, galletitas y piolines, un libro roto. Todo el mundo sabía que
Mademoiselle Gabrielle era desordenada: donde ella pasaba quedaban hilachas,
géneros, lana, trocitos de galletitas. Cuando nos reprendía porque dejábamos
algo tirado, se ruborizaba sintiendo que nada la autorizaba a exigir de los otros
lo que ella no cumplía. Era buena, era rubia, era pálida, tenía bigotes. Me enseñó
a leer; me enseñó algunos rudimentos de francés y de matemáticas; me enseñó
también algunas fábulas, que me obligaba a recitar para el cumpleaños de la
señora Celina.
Mademoiselle Gabrielle nos hacía leer, por turno, en alta voz, las páginas de
un libro con ilustraciones, que ella misma había coloreado. Los días en que me
tocaba soportar estas lecturas eran maléficos para mí. Siempre sucedía algún
percance, que surgía directamente de mi malhumor o de mi disconformidad. En
uno de esos días rompí deliberadamente la agenda de Juan Alberto, que ya se
creía grande y digno de ser respetado, porque tenía una agenda. En esas hojas
minúsculas había leído las ridículas anotaciones: 22 de enero, compré cinco
atados de cigarrillos y una raqueta; 23 de enero, bebí una caña; 24 de enero,
Luisita me miró cuando pasé frente a su puerta; 25 de enero, es horrible la
extracción de una muela.
Cuando supo que le había roto la agenda no dijo nada, pero en el fondo de
sus ojos adiviné sus intenciones: pensaba esperar la oportunidad y vengarse de
un modo bajo. Durante todo el día traté de ser amable con él, de darle la razón
en todo, pero sabía que cuanto hiciera para evitar su venganza la precipitaría.
Juan Alberto tenía once años. Creo que es la edad en que los varones son
más crueles; las mujeres comienzan a serlo mucho más temprano, a los nueve o
a los ocho, edades que yo no había cumplido.
Esperábamos la llegada de la señora Celina. Un telegrama la anunció. Yo no
me había atrevido a decir que ella volvería, como lo había previsto mucho antes
que llegara el telegrama. Desde temprano empezaron a encerar los pisos.
Mademoiselle Gabrielle, Esperanza y yo fuimos a buscar flores y duraznos a la
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quinta. En un platito de porcelana azul pusimos los duraznos y en un bol de
cristal las flores más bonitas. Aprovechamos la ocasión para comer duraznos,
nueces y dos o tres barras de chocolate, de las tabletas que Mademoiselle
Gabrielle consiguió para hacer unos postres que tenían mucho éxito.
Aquellos días excepcionales, en que podía comer fuera de las horas de las
comidas, se hubiera dicho que cualquier alimento me gustaba con locura; diríase
que contenía esencias que me embriagaban, pues al probarlas reía sin poder
contenerme, con una risa nerviosa. La alegría de volver a ver a la señora Celina
se manifestaba en distracciones múltiples, en platos de comida y en flores que
elegía Mademoiselle Gabrielle.
A quien me quiso oír describí una muñeca que imaginé con rulos castaños,
ojos azules, un sombrero de paja y un vestido de organdí celeste. Decía papá y
mamá continuamente.
A la hora de la siesta aproveché el estado de perturbación que atravesaba
la casa para escaparme con Horacio. Sin sombrero cruzamos el sol de la tarde y
llegamos al tanque australiano con la intención de bañarnos. Horacio se quitó las
alpargatas, la bombacha y la camisa; yo hice otro tanto, pero conservé mis
alpargatas y un pañuelo que me até como vincha alrededor de la cabeza. Nos
trepamos a la chapa de zinc para deleitarnos frente al agua sucia antes de
zambullirnos, cuando Horacio me anunció que había visto una víbora y que iba a
matarla. De un salto bajó a tierra y yo me dejé caer detrás de él. La víbora se
deslizó y desapareció en la maleza. La buscamos arrodillados. Desde hacía
tiempo Horacio buscaba una víbora de coral, para guardarla en una botella: la de
esa tarde era la primera víbora de coral que había encontrado. Las había visto en
las láminas de los libros. Orinamos, yo en cuclillas, sobre un declive y Horacio de
pie, junto a mí; luego, acurrucados entre los pastizales, en la misma postura,
pues Horacio pretendía que eso atraía a los reptiles, esperábamos recuperar la
víbora cuando oímos una voz que nos señalaba: "Aquí están". Nos dimos vuelta.
Junto a nosotros estaba Juan Alberto; un poco más lejos, debajo de un paraguas
negro, la señorita Domicia. Inmóviles, sin darnos cuenta de lo que sucedía, nos
miramos. Juan Alberto nos señaló con el dedo y dijo: "Siempre están haciendo lo
mismo". La señorita Domicia, cuya cara estaba escondida por la tela del
paraguas dio una suerte de gruñido y se volvió diciéndole a Juan Alberto que la
siguiera. La soledad y el calor volvieron a abrazarnos. Horacio se encogió de
hombros y volvió a buscar su víbora. Yo me vestí viendo las nubes oscuras y
amenazantes del cielo. Sin hablar a Horacio volví corriendo a la casa; entré en mi
cuarto y me tiré en la cama. ¡No podía pensar en la muñeca!.
Una gran tormenta estaba preparándose. Me sentí aliviada al oír los
primeros truenos. "Tal vez sobrevendrá el diluvio y me salvaré de mi vergüenza",
pensé. Oí muchas corridas en el patio, luego la lluvia y las persianas que se
golpeaban. Oí las campanas de las cuatro, oí el ruido de las tazas y de las
cucharas, que anunciaban la hora del té. No me atreví a salir de mi cuarto.
Después de un tiempo, que parecía comunicarme con la eternidad, Mademoiselle
Gabrielle vino a buscarme. La miré aterrorizada. Pronto advertí que no estaba
disgustada conmigo y me levanté de la cama para seguirla, después de peinarme
y de vestirme lo más pronto que pude. En la antecocina Esperanza estaba
sentada frente a la mesa. Sin hablarle me senté y para tranquilizarme imaginé
que había soñado la escena de la tarde. Faltaban unas pocas horas para que
llegara la señora Celina. En un break irían a buscarla el señor Ildefonso, Juan
Alberto y Luis. Bebí el té con sumisión. Cuando terminamos de tomar el té, al
cruzar el patio, oí que hablaban de Horacio y que al nombrarlo me nombraban. El
cuento había pasado de boca en boca, llegaría a los oídos de la señora Celina,
que dejaría de protegerme con su distante sonrisa.
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—Tendremos que decírselo —decía la señorita Domicia—.
—¿Y va a atreverse? —contestaba doña Saturna—.
—No podría descansar si no lo hiciera. Tendría un cargo de conciencia.
—¿Y quién cargará con los vidrios rotos? —dijo Saturna—.
—No sé. Ni me importa —dijo Domicia—. Esto les enseñará a no recoger lo
ajeno. Bastantes hijos tienen para no buscar otros. Yo me lavo las manos.
El ruido de un carruaje, en medio de la lluvia, interrumpió el diálogo. El
break se detuvo frente a la entrada del patio de la casa. El señor Ildefonso, con
las gafas puestas y el paraguas abierto, se dispuso a saludar a su mujer.
Esperanza corrió para llegar antes que nadie a los brazos de su madre. Juan
Alberto y Luis salieron golpeando las puertas. Horacio llegó el último. Yo me
quedé mirando, detrás de una columna, lo que pensaba que era el comienzo de
una tragedia. Todos bajaban del coche las cajas de cartón, los paquetes y las
valijas que la viajera traía, mientras ella pisaba los estribos, envuelta en su capa
de goma verde. La señora Celina miró la casa de arriba abajo, como si la viera
por primera vez. Besó a sus hijos, interrumpiéndose para sacarse un guante,
alisarse el pelo o sacudir la capa de goma, cubierta de gotas de agua.
Al besar a Horacio me vio detrás de la columna y me llamó. Lentamente me
aproximé a ella, a recibir su beso. Puso entre mis manos una caja de cartón,
pidiéndome que la abriera para ver lo que había adentro. Asombrada de no
provocar la repulsión que esperaba, abrí la caja y encontré la muñeca con rulos
castaños, ojos azules, un sombrero de paja y un vestido celeste de organdí. La
sacudí. La muñeca dijo papá, mamá, con un quejido muy suave. Me aconsejaron
que la sacara de la caja arrancando algunas cintas que la tenían presa. Porque
no me atrevía a hacerlo, la señora Celina la arrancó ella misma de su prisión.
—Bruja —me dijo la señora Celina—.
—Sorciére —me dijo Mademoiselle Gabrielle—.
Las dos reconocieron la muñeca descrita por mí. Así me consagraron al arte
difícil de la adivinación.